Volver al Dabbang
Dabbang sigue siendo uno de esos lugares donde el desorden encuentra forma y el picante, consuelo. En una avenida gris de la ciudad, lo que parece caótico -el calor, los ruidos, los vasos de metal- se transforma en armonía precisa. Un pequeño milagro cotidiano, servido con curry de pato.
Hay avenidas desapacibles en la Ciudad y una de ellas es Scalabrini Ortiz. Como esos lugares que nunca terminan de decidirse si son lúmpenes o estirados. Cuando me acerco se escuchan los ruidos de las conversaciones animadas. Se espera un poco en la puerta, pero el ritmo es rápido.
Adentro, la animación se acentúa y se está bien en ese local chico e incómodo, con gente levantándose y camareros pasando por detrás. Todo el conjunto forma uno de esos juegos infantiles llamados "trabado".
Los aromas son profundos y variados, y la sinestesia nos sorprende: vemos colores vivaces en esa pequeña habitación. Desde la ventana, Mariano con su gorro kepi lo ve todo y da órdenes en voz baja. O tal vez no sean órdenes, sino indicaciones. Allí todo es cálido, pero no caluroso. Cálido.
Ahora los vasos baratos de metal conviven con copas finas. Mi cerveza estaba un poco caliente, pero eso, lejos de molestar, hacía juego con el ambiente. En Hanoi o en Bangalore probablemente hubiera sido igual.
La comida brinda lo que los aromas prometen. Picantes y especias: ese límite en donde los cocineros juegan con la gloria o la muerte. Pero aquí todo permanece en equilibrio, con maestría. Nada rompe el balance.
Se escuchan las voces de fondo como una pared de sonido, casi como un ruido blanco. Y yo, cavilando, me pierdo en esas pakoras y en el curry de pato. Ya es como un hogar para mí.
Quizás sea eso lo que uno busca cuando vuelve: no el plato ni el sabor, sino esa sensación de saber que el mundo puede ser, aunque sea por una hora y media, algo inteligible. Que el caos tiene coreografía.
El camarero retira el plato sin apuro, como si me hiciera un favor. No hay postre. Tampoco hace falta.
Afuera, la noche sigue siendo fea. Pero yo ya no.